Doy comienzo hoy, 30 de septiembre bajo la advocación de san Jerónimo, autor de la Vulgata, bedel de todos los Profetas, recopilador glorioso de los lugares comunes eternos.
¿Acaso es faltar al respeto a ese magnífico doctor que la Iglesia honra con el título de Maximus, y que el Concilio de Trento ha declarado implícitamente Notario del Espíritu Santo? No lo creo.
¿De qué se trata, de hecho, sino de arrancar la lengua a los imbéciles, a los temibles y definitvos idiotas de este siglo, como san Jerónimo redujo al silencio a los pelagianos y luciferinos de su tiempo?
Conseguir por fin el mutismo del Burgués, ¡qué sueño!
La empresa, bien lo sé, debe de parecer insensata. Sin embargo, no desepero de demostrar que puede llevarse a cabo de una manera fácil e incluso agradable.
En un sentido moderno y lo más amplio posible, el verdadero Burgués, es decir, el hombre que no hace ningún uso de la facultad de pensar y que vive o parece vivir sin haber sentido un solo día la necesidad de comprender cosa alguna, el auténtico e indiscutible Burgués está necesariamente limitado en su lenguaje a un pequeñísimo número de fórmulas.
El repertorio de las locuciones patrimoniales que le bastan es exageradamente exiguo y no alcanza más allá de algunos centenares. ¡Ah, si uno consiguiera arrebatarle ese humilde tesoro!, un paradisíaco silencio se extendería de repente sobre nuestro globo aliviado.
Cuando un funcionario de la administración, o un fabricante de tejidos, hace por ejemplo el siguiente comentario: "que nadie se reforma; que no se puede tener todo; que los negocios son los negocios; que la medicina es un sacerdocio; que París no se construyó en un día; que los niños no piden venir al mundo, etc., etc., etc.", ¿qué sucedería si a continuación se les demostrase que uno cualquiera de esos clichés centenarios corresponde a alguna realidad divina y tiene el poder de hacer zozobrar los mundos y desencadenar catástrofes sin piedad?
¿Cuál no sería el pánico del dueño de una cervecería o una ferretería, de qué angustias no serían presa el farmacéutico y el ingeniero de puentes y caminos si, de repente, descubrieran que están diciendo, sin querer, cosas absolutamente excesivas?, que la frase que acaban de pronunciar después de cientos de otros acéfalos ha sido realmente usurpada a la omnipotencia creadora y que, en un momento determinado, esa frase podría perfectamente hacer surgir un mundo.
Parece, sin embargo, que un profundo instinto les advierta de ello. ¿Quién no ha observado la cautelosa prudencia, la solemne discreción, el morituri sumus de esas buenas gentes cuando pronuncian las enmohecidas sentencias que les fueron legadas por los siglos, y que ellos transmiten a sus hijos?
Cuando la comadrona dice que "el dinero no hace la felicidad" y el carnicero le responde astutamente, "pero ayuda a conseguirla", estos dos agoreros tienen el infalible presentimiento de intercambiar de ese modo preciosos secretos, de descubrirse el uno al otro arcanos de vida eterna, y sus ademanes se corresponden con la inexpresable importancia de esta empresa.
Es muy fácil detectar lo que parecen lugares comunes. ¿Pero quién sabe cuáles lo son realmente?
Si no fuera así, ¿por qué iba yo a invocar la protección de san Jerónimo? Este gran personaje no fue únicamente el consignatario perpetuo de la Palabra eterna, de los lugares comunes fulgurantes de la Santísima Trinidad. Fue, sobre todo, su intérprete, su inspirado comentarista.
Con una autoridad más que humana, nos enseñó que Dios ha hablado siempre exclusivamente de Sí mismo, en formas simbólicas, parabólicas o similitudinarias de la Revelación a través de las Escrituras, y que siempre ha dicho lo mismo de mil maneras.
Confío en que ese sublime Doctor se dignará prestar su ayuda a un panfletario de buena voluntad que sería feliz de enojar, una vez más, al populacho de Nínive, eternamente "incapaz de distinguir su derecha de su izquierda", y de enojarlo hasta el extremo de desencadenar iras nunca vistas.
Este resultado se conseguiría sin duda si no se me negara la celestial benignidad de afirmar, con la irrefutable argumentación de una dialéctica broncínea, que los más ineptos burgueses son, sin saberlo, tremendos profetas, que no pueden abrir la boca sin provocar una sacudida en las estrellas, y que los abismos de la Luz son inmediatamente invocados por las simas de su estupidez.
Léon Bloy. Exégesis de los lugares comunes.
traducción de Manuel Arranz.
Barcelona: Acantilado, 2007, pp. 17-19.
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