En 1995, Pascal Bruckner publicó en francés La tentación de la inocencia (La tentation de l'innocence). En este ensayo premiado, Bruckner se arroja (verbo que describe la ferocidad de su pensamiento), sobre la conducta quejumbrosa de los europeos tentados a fingir ser víctimas inocentes tanto del Estado, como de la parsimonia del transporte público. Esta desproporción está detrás de la nueva máxima europea: Sufro, luego valgo; "quejitis" instalada en el cuerpo obeso y autosatisfecho de Occidente, un cuerpo que Bruckner no duda en comparar con el de un bebé regordete e imperativo, la imagen de la idealización de la puerilidad, que no de la infancia.
Y es que la quejitis, la victimización es sólo el síntoma de algo que olfatea el autor: "La existencia, decía san Agustín, es un combate entre lo esencial y 'una avalancha de pensamientos frívolos', nosotros hemos dado dos veces la vuelta a esta proposición: liquidamos lo esencial en nombre de lo insignificante y tomamos lo insignificante muy en serio." (Bruckner, La tentación de la inocencia. 4a. edición. Barcelona: Anagrama, 2002, p. 58). Al ensayista le preocupa que el clamor de tales quejas banales impiden escuchar a los verdaderos desposeídos.
Este ensayo me parece interesante a la luz de nuestra realidad mexicana y latinoamericana, donde sabemos bien que los desposeídos son cuestión cotidiana. Con todo, también sabemos de las múltiples máscaras de la desgracia; sí, la apariencia de desgracia, la corte de los milagros es cosa sabida. Y aún más, esos aparentes desdichados no piden sino que exigen un trato privilegiado: "¿En qué consiste el orden moral hoy en día? No tanto en el reino de los bienpensantes como en el de los biendolientes, en el culto a la desesperación convencional, al lloriqueo obligatorio, el conformismo del infortunio con el que tantos autores elaboran una miel un poco demasiado adulterada", insiste Bruckner (140). Y es que nuestros "biendolientes" no son habitantes europeos que maldicen mientras aguardan la demora de 1 minuto del tren , no, los maestros de este deporte entre nosotros tampoco son "autores" ni pertenecen a ningún movimiento ecologista, nuestros quejosos han aprendido a vivir de la asistencia, son histriones sin escuela. A diferencia de los satisfechos quejumbrosos europeos, los nuestros sí parecen dolientes (al menos para el paradigma europeo en Latinoamérica todos estamos autorizados a quejarnos) y lo son desde muchas ópticas. Se duelen de no tener lo que otros poseen y han logrado hacer de esto una forma de vida, Baudrillard diría que son el simulacro de la pobreza, engordan felizmente a la vera de las políticas asistencialistas, y no hay nada que podamos hacer.
Desde hace 15 años un hombre exhibe una pierna aparentemente putrefacta, ni siquiera pide al transeúnte, no es necesario, todo está ya dicho: la gente horrorizada le lanza monedas, lo insulta, lo evade, él se ríe, hace gestos y recoge las monedas. Quizá podríamos aventurar que los verdaderos desdichados se distinguen por el abominable silencio que guardan o son obligados a guardar, o porque se les ha reservado perversamente una tarea, ser escuchas del clamor de este nuevo orden: "Todos los demás son culpables, salvo yo".
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